Por: Marcelo Lescano

La sociedad habitaba tranquila, sin más sobresaltos que la economía de vez en cuando. La gente vivía a gusto y de vez en cuando se daban ciertos gustos. Pero cierta noche todo cambio, no para mejor, para peor. En una de las casas de un vecindario como tantos otros dos adolescentes quisieron ser científicos. Uno le contaba al otro sobre los diferentes estados de la materia, y como esta alteraba el cuerpo humano según lo que llevase.

 Pasaron de lo dicho a lo hecho, tomaron un queso de la heladera y lo metieron al microondas, no sin antes adornarlo de lo que encontraron a su alcance. Al cabo de la media hora el aparto emitió un pitido y ambos jóvenes contemplaron su creación. Del “alimento” salían burbujas que explotaban acompañados de un minúsculo sonido. En ciertas zonas el color era negro opaco, y en otras poseía un color vainilla inventado.

Los dos se fueron a dormir dejando a su creación sobre la mesada. No habrán pasado dos horas que uno de los jóvenes se levantó hambriento. No se dio cuenta que se estaba comiendo lo que antes había creado con su amigo. Dejó caer el plato al suelo haciendo que este se rompa y despertando a su compañero mediante el ruido.

Las manos le pesaban y ya no sentía sus piernas, y por dentro sentía un apetito insaciable. Al ver a su compañero recién levantado se abalanzó sobre él. Sus dientes se incrustaron de lleno en el estómago del recién levantado. Ambos estaban en el suelo, hasta que primero se levantó quién había comido la “comida” y después el que fue mordido. Ambos sujetos, dando tumbos a la puerta del jardín comenzaron a infectar a todo el barrio.

Llegada el alba el vecindario se encontraba diferente, con “personas” caminando por las calles. Cerrando y abriendo las mandíbulas, ansiosos por saciar su apetito insaciable.