

Por: Belén Callegari
La noticia del paso a la inmortalidad del mejor jugador de fútbol de la historia sacudió el alma de un país, golpeó el corazón de millones de terrestres que perdían la chispa que encendía el sentir nacional.
Donde estabas cuando la voz de las radios y la televisión dio a conocer que nos había dejado, de una vez y lamentablemente para siempre. Donde estabas cuando tu corazón se estrujo, y cuando las suposiciones dieron fe de que se había ido. A quién buscaste, cómplice en la mirada, para que te abrazara y no juzgara tus lágrimas. Con quien pensaste que todo estaba perdido, que ya nada quedaba.
Diego, nuestro Diego, abundó en las peores contradicciones. Nos hizo y deshizo, nos pensó y re pensó constantemente. Fue y vino, como en sus mejores demostraciones deportivas, entre lo bueno y lo malo. Claro y oscuro.
Diego Armando Maradona marcó un antes y un después en la historia de nuestro país, supo ser faro de esperanza ante las miserias cotidianas, luz de luna en las noches más oscuras, abrazo compañero ante la negligencia de los externos.
Fue Diego, nuestro Diego, quien en la picardía de la mentira y la actuación de sus demostraciones nos hizo convencer de que su mano no era mano. Que ese gol divino, puñal clavado en arco inglés, era el triunfo de la madre de las batallas. Era justicia para los combatientes de Malvinas, era aire oceánico, viento de revolución, puño en alto y cabeza arriba.
Fue Diego, nuestro Diego, quien se reconoció popular, peronista, defensor de las causas del pueblo. Fue barro, oro, mugre, brillo.
Diego, Dieguito, Dios. Nuestro, suyo. Conquistó mentes, encanto vistas, sedujo almas desposeídas. Unió, latió.
Dos años después, santo, eterno. Aprendimos, vivimos. Pusimos cara, pecho. Levantamos tu nombre, tu esencia, tu sentir; transformamos la vida.
Diego ¿Qué haríamos sin tu nombre? Dos años después elegimos no olvidar, recordarte, reconocerte.